No quería interrumpir. No sabía cuánto tiempo duraría esa buena actitud, pero estaba decidida a no arruinarla. La cocinera, Marta, una mujer de unos 50 años que tenía años trabajando en la casa, se acercó a Claudia mientras recogía unas toallas del baño de visitas.
le dijo en voz baja que nunca había visto al patrón así, que desde que murió la señora Daniela, él no reía, no hablaba más de lo necesario, no dejaba que nadie entrara en su espacio. “Y ahora la niña esa ya lo metió en su mundo”, comentó Marta sorprendida. Claudia solo pudo encogerse de hombros. No quería ilusionarse. No sabía qué significaba todo eso. A la hora de la comida, Leonardo pidió que pusieran un lugar más en la mesa. Claudia pensó que era para algún invitado, pero no.
Dijo que Renata comería y la niña se sentó feliz como si fuera lo más normal del mundo. Pidió agua de sabor y Marta le sirvió un poco de Jamaica. Leonardo no dijo nada, solo la miraba. preguntó si le gustaban los frijoles. Renata dijo que sí, pero que una vez comió unos que sabían a tierra. Él rió de nuevo.
Claudia se quedó parada al lado de la cocina, sin saber si eso estaba bien o mal. Leonardo la llamó por su nombre, cosa que casi nunca hacía. Le dijo que podía comer algo si quería, que no se preocupara. Claudia solo respondió que estaba bien. Gracias. Pero no comió. tenía el estómago hecho nudo.
Esa tarde, cuando ya se iban, Renata corrió a despedirse de Leonardo. Le dio un dibujo que había hecho con crayones. Era un hombre con corbata y una niña tomada de la mano de él. Leonardo lo miró, se quedó en silencio unos segundos y luego lo guardó en el cajón de su escritorio sin decir nada más.
Solo le acarició la cabeza a la niña y le dijo que se portara bien. De camino a casa, en el camión, Renata le preguntó a su mamá si podían volver mañana. Claudia no supo qué contestar. Miró por la ventana con los ojos llorosos y el corazón apretado. Algo estaba cambiando. Lo sentía, pero no sabía si debía confiar en eso. Había aprendido a no esperar demasiado de nadie.
A veces, cuando algo bueno pasaba, era solo la antesala de algo peor. Esa noche, después de cenar un poco de arroz con huevo, Claudia metió a Renata a la cama. La niña se durmió rápido, abrazada al mismo peluche de siempre. Claudia se quedó sentada en la cama mirando el techo. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Leonardo, su risa, la forma en que miraba a su hija, no entendía qué estaba pasando, pero una parte de ella sentía miedo, porque cuando la vida empezaba a mejorar, siempre llegaba algo a arruinarlo, pero al mismo tiempo no podía negar que había visto algo en los ojos de ese hombre, algo roto, pero con ganas de salir. Y lo más extraño es que su hija, sin darse
cuenta, había sido la que le abrió la puerta. Desde esa mañana algo cambió en la casa. No fue algo que se dijera ni un acuerdo formal, pero a partir de entonces, Renata empezó a ir con Claudia todos los días. La primera semana fue como caminar sobre hielo delgado. Claudia esperaba que en cualquier momento le dijeran que ya no podía llevarla, que estaba rompiendo las reglas, que buscara una niñera, algo.
Pero eso no pasó, al contrario, cada día Leonardo la saludaba a ella y a la niña con una ligera sonrisa. A veces preguntaba qué había desayunado Renata. Otras veces solo se asomaba al jardín para verla jugar, pero siempre había un gesto. Uno pequeño, sí, pero sincero. Claudia por dentro no sabía si sentirse tranquila o más nerviosa. Nunca había visto ese lado de él.
De hecho, nadie, Marta, la cocinera y José el guardia también estaban sorprendidos. Marta incluso le dijo un día en voz bajita mientras pelaban papas juntas, que esa niña había hecho lo que ningún adulto había podido, sacar una pizca de alegría del patrón. Los días se hicieron menos pesados. Claudia limpiaba con más calma, sin ese miedo constante de que la fueran a correr. Sentía que podía respirar, aunque no del todo.
Renata, mientras tanto, se adueñó de un rincón del jardín como si fuera suyo. Tenía ahí un banquito, una cajita con colores y hojas y un par de juguetes que llevaba desde casa. Se quedaba tranquila la mayor parte del tiempo, hablando sola, cantando bajito o jugando a que las piedritas eran niños y las hojas sus mochilas. Una tarde, mientras Claudia trapeaba el pasillo que daba a la sala principal, Leonardo se acercó.
No fue para dar una orden ni para preguntar algo del trabajo, fue para hablar. Le preguntó cómo estaba Renata, si se enfermaba seguido, si comía bien. Claudia respondió con desconfianza, sin entender por qué tanto interés. Leonardo se cruzó de brazos y dijo que había niños que no comían bien por falta de dinero o tiempo, que a veces la vida no daba para más. Claudia lo miró sorprendida.
No era común oírlo hablar así, como alguien que entendía lo difícil de vivir al día. Luego, sin más, se fue. Cada vez que se cruzaban, él tenía algo que decir, a veces un comentario del clima, otras veces sobre Renata. Un día incluso le preguntó si sabía cocinar albóndigas con Chipotle porque le recordaban a su mamá.
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