Compró en la tienda general. sin mencionar para qué los necesitaba. Miel, alcohol, hierbas básicas que podían tener múltiples usos. El viaje de regreso a la cabaña fue una pesadilla de viento helado y miedo creciente. Ailen había empeorado. Su respiración era cada vez más superficial y su piel tenía un tono que Isabel sabía que significaba peligro mortal. Cuando llegó a la cabaña, encontró a Anahuel esperándola en el umbral, su rostro tenso de ansiedad, no necesitó preguntarle qué había pasado.
La expresión de Isabel lo decía todo. “Nadie quiso ayudar”, murmuró entregándole a Ilen. El doctor se negó a atenderla. Nahuel recibió a su hija con manos temblorosas, sus ojos duros como Silex, mientras procesaba la información. Entonces la salvaremos nosotros”, declaró con una determinación férrea que no admitía discusión. Durante los siguientes tres días, Isabel y Nahuel no se separaron de la cabecera de Ailén. Prepararon vaporizaciones con hierbas medicinales. Mantuvieron húmedo el aire con ollas de agua hirviendo. Dieron pequeños sorbos de miel con alcohol cada hora para mantener las fuerzas de la niña.
Isabel recordó todo lo que su abuela le había enseñado sobre enfermedades respiratorias. preparó cataplasmas de mostaza para el pecho, tíalizar la tos, infusiones de Willow Bark para controlar la fiebre. Nahuel aportó el conocimiento ancestral de su pueblo, cánticos de sanación que había aprendido de los ancianos, hierbas del desierto que tenían propiedades que Isabel desconocía, rituales de purificación que limpiaban no solo el cuerpo, sino el espíritu. En la noche más oscura, cuando la fiebre de Ailén subió tanto que deliraba hablando con su madre muerta, Isabel sintió que perdían la batalla.
No se va a morir”, murmuró Nahuel, “mes para sí mismo que para Isabel. No voy a dejar que se muera. No, acordó Isabel tomando la mano pequeña y ardiente de Ailen. No la vamos a perder. Y en esa afirmación, en ese la, había una posesión amorosa que las palabras no habían expresado antes. Ya no era su hija y mi ayuda, era nuestra hija, nuestra lucha, nuestra familia. Al cuarto día, cuando los primeros rayos del sol entraron por la ventana, Ailen abrió los ojos con claridad por primera vez en una semana.
Su respiración, aunque débil, ya no era el jadeo desesperado de los días anteriores. “Tengo hambre”, murmuró con una vocecita ronca. Isabel se echó a llorar sin poder controlarse, lágrimas de alivio y agotamiento y algo más profundo. La comprensión de que había luchado por la vida de su hija y había ganado. Nahuel la abrazó mientras ambos lloraban sobre la pequeña cabeza de Ailén, que los miraba con confusión, pero con amor evidente en sus ojos oscuros. “¡La salvamos!”, susurró Nahuel contra el cabello de Isabel.
Los dos juntos la salvamos. Y en esas palabras había una declaración que iba más allá del momento médico. Habían demostrado que juntos podían enfrentar cualquier crisis, que su amor por Ailén y el uno por el otro era más fuerte que cualquier hostilidad externa. Pero afuera de la cabaña, el mundo seguía siendo el mismo mundo que había cerrado sus puertas a una niña enferma. Y don Ramírez, que había escuchado rumores sobre la mujer que andaba cuidando niños apaches, comenzaba a planear su respuesta.
La recuperación de Ailén marcó un cambio definitivo en la dinámica de la pequeña familia. La crisis había cristalizado sentimientos que habían estado creciendo gradualmente y ya no había necesidad de evitar las palabras que definían lo que se había vuelto evidente para todos. “Te amo”, le dijo Isabel Anahuel una noche mientras observaban a Ailen dormir tranquilamente por primera vez en semanas. Las palabras salieron con naturalidad, sin drama ni artificio, como la declaración simple de un hecho que había existido durante meses.
Y yo a ti, respondió Nahuel tomando su mano, y ambos amamos a esa niña como si hubiera nacido de nosotros dos. ¿Qué vamos a hacer?, preguntó Isabel. No se refería solo a sus sentimientos, sino a la realidad práctica de vivir en un mundo que no aceptaría su unión. Vamos a ser una familia”, declaró Nahel con la sencillez que caracterizaba todas sus decisiones importantes. Si el mundo no puede aceptarlo, es problema del mundo, no nuestro. Pero el mundo, en la forma de don Ramírez y su círculo de influencia, no estaba dispuesto a ignorar lo que consideraba una afrenta directa a su autoridad.
Las primeras señales llegaron en forma de visitantes inesperados. Rancheros que antes contrataban ocasionalmente los servicios de Nahuel comenzaron a declinar su trabajo. Comerciantes que habían comprado sus pieles y artesanías de repente ya no estaban interesados en hacer negocios. Es por la mujer le dijo uno de ellos con cierta vergüenza. Don Ramírez dice que quien trate contigo está apoyando la mezcla de razas y la corrupción de las mujeres decentes. Nahuel recibió estas noticias con una calma que Isabel encontraba tanto admirable como preocupante.